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.Había visto en el Caribe el fantasma de la nave corsario deVíctor Hugues, con el velamen desgarrado por los vientos de la muerte, la arboladura carcomidapor cucarachas de mar y equivocado para siempre el rumbo de la Guadalupe.Úrsula lloraba en lamesa como si estuviera leyendo las cartas que nunca llegaron, en las cuales relataba José Arcadiosus hazañas y desventuras.«Y tanta casa aquí, hijo mío -sollozaba-.¡Y tanta comida tirada a lospuercos» Pero en el fondo no podía concebir que el muchacho que llevaron los gitanos fuera elmismo atarván que se comía medio lechón en el almuerzo y cuyas ventosidades marchitabanflores.Algo similar le ocurría al resto de la familia.Amaranta no podía disimular la repugnanciaque le producían en la mesa sus eructos bestiales.Arcadio, que nunca conoció el secreto de sufiliación, apenas si contestaba a las preguntas que él le hacía con el propósito evidente deconquistar sus afectos.Aureliano trató de revivir los tiempos en que dormían en el mismo cuarto,procuró restaurar la complicidad de la infancia, pero José Arcadio los había olvidado porque lavida del mar le saturó la memoria con demasiadas cosas que recordar.Sólo Rebeca sucumbió alprimer impacto.La tarde en que lo vio pasar frente a su dormitorio pensó que Pietro Crespi eraun currutaco de alfeñique junto a aquel protomacho cuya respiración volcánica se percibía entoda la casa.Buscaba su proximidad con cualquier pretexto.En cierta ocasión José Arcadio lamiró el cuerpo con una atención descarada, y le dijo: «Eres muy mujer, hermanita.» Rebecaperdió el dominio de sí misma.Volvió a comer tierra y cal de las paredes con la avidez de otros39Cien años de soledadGabriel García Márquezdías, y se chupó el dedo con tanta ansiedad que se le formó un callo en el pulgar.Vomitó unlíquido verde con sanguijuelas muertas.Pasó noches en vela tiritando de fiebre, luchando contrael delirio, esperando, hasta que la casa trepidaba con el regreso de José Arcadio al amanecer.Una tarde, cuando todos dormían la siesta, no resistió más y fue a su dormitorio.Lo encontró encalzoncillos, despierto, tendido en la hamaca que había colgado de los horcones con cables deamarrar barcos.La impresionó tanto su enorme desnudez tarabiscoteada que sintió el impulso deretroceder.«Perdone -se excusó-.No sabía que estaba aquí.» Pero apagó la voz para nodespertar a nadie.«Ven acá», dijo él.Rebeca obedeció.Se detuvo junto a la hamaca, sudandohielo, sintiendo que se le formaban nudos en las tripas, mientras José Arcadio le acariciaba lostobillos con la yema de los dedos, y luego las pantorrillas y luego los muslos, murmurando: «Ay,hermanita: ay, hermanita.» Ella tuvo que hacer un esfuerzo sobrenatural para no morirse cuandouna potencia ciclónica asombrosamente regulada la levantó por la cintura y la despojó de suintimidad con tres zarpazos y la descuartizó como a un pajarito.Alcanzó a dar gracias a Dios porhaber nacido, antes de perder la conciencia el placer inconcebible de aquel dolor insoportable,chapaleando en el pantano humeante de la hamaca que absorbió como un papel secante laexplosión de su sangre.Tres días después se casaron en la misa de cinco.José Arcadio había ido el día anterior a latienda de Pietro Crespi.Lo había encontrado dictando una lección de cítara y no lo llevó apartepara hablarle.«Me caso con Rebeca», le dijo.Pietro Crespi se puso pálido, le entregó la cítara auno de los discípulos, y dio la clase por terminada.Cuando quedaron solos en el salón atiborradode instrumentos músicos y juguetes de cuerda, Pietro Crespi dijo:-Es su hermana.-No me importa -replicó José Arcadio.Pietro Crespi se enjugó la frente con el pañuelo impregnado de espliego.-Es contra natura -explicó- y, además, la ley lo prohibe.José Arcadio se impacientó no tantocon la argumentación como con la palidez de Pietro Crespi.-Me cago dos veces en natura -dijo-.Y se lo vengo a decir para que no se tome la molestia deir a preguntarle nada a Rebeca.Pero su comportamiento brutal se quebrantó al ver que a Pietro Crespi se le humedecían losojos.-Ahora -le dijo en otro tono-, que si lo que le gusta es la familia, ahí le queda Amaranta.El padre Nicanor reveló en el sermón del domingo que José Arcadio y Rebeca no eranhermanos.Úrsula no perdonó nunca lo que consideró como una inconcebible falta de respeto, ycuando regresaron de la iglesia prohibió a los recién casados que volvieran a pisar la casa.Paraella era como si hubieran muerto.Así que alquilaron una casita frente al cementerio y seinstalaron en ella sin más muebles que la hamaca de José Arcadio.La noche de bodas a Rebeca lemordió el pie un alacrán que se había metido en su pantufla.Se le adormeció la lengua, pero esono impidió que pasaran una luna de miel escandalosa.Los vecinos se asustaban con los gritosque despertaban a todo el barrio hasta ocho veces en una noche, y hasta tres veces en la siesta,y rogaban que una pasión tan desaforada no fuera a perturbar la paz de los muertos.Aureliano fue el único que se preocupó por ellos.Les compró algunos muebles y lesproporcionó dinero, hasta que José Arcadio recuperó el sentido de la realidad y empezó a trabajarlas tierras de nadie que colindaban con el patio de la casa.Amaranta, en cambio, no logrósuperar jamás su rencor contra Rebeca, aunque la vida le ofreció una satisfacción con que nohabía soñado: por iniciativa de Úrsula, que no sabía cómo re-parar la vergüenza, Pietro Crespisiguió almorzando los martes en la casa, sobrepuesto al fracaso con una serena dignidad.Conservó la cinta negra en el sombrero como una muestra de aprecio por la familia, y secomplacía en demostrar su afecto a Úrsula llevándole regalos exóticos: sardinas portuguesas,mermelada de rosas turcas y, en cierta ocasión, un primoroso mande Manila.Amaranta lo atendíacon una cariñosa diligencia.Adivinaba sus gustos, le arrancaba los hilos descosidos en los puños de la camisa, y bordó unadocena de pañuelos con sus iniciales para el día de su cumpleaños.Los martes, después delalmuerzo, mientras ella bordaba en el corredor, él le hacía una alegre compañía.Para PietroCrespi, aquella mujer que siempre consideró y trató como una niña, fue una revelación.Aunquesu tipo carecía de gracia, tenía una rara sensibilidad para apreciar las cosas del mundo, y unaternura secreta.Un martes, cuando nadie dudaba de que tarde o temprano tenía que ocurrir,40Cien años de soledadGabriel García MárquezPietro Crespi le pidió que se casara con él
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