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.No sonrió, ni hizo gesto alguno.Me devolvió la hoja sin decir palabra y volvió a la mesa; pero todavíalo vi dirigirme desde allí una última y larga mirada antes de enfrascarse de nuevo en la conversación con susamigos.Llegaron, con poco tiempo de diferencia, el Tuerto Fadrique y Don Francisco de Quevedo.Fadrique venía desu botica de Puerta Cerrada; había estado preparando específicos para sus clientes, y traía el gaznateabrasado de vapores, mejunjes y polvos medicinales.Así que nada más llegar se calzó un cuartillo de vino deValdemoro y empezó a detallarle al Dómine Pérez las propiedades laxantes de la corteza de nuez negra delIndostán.En ésas estábamos cuando apareció Don Francisco de Quevedo, sacudiéndose el lodo de loscharcos que traía en los zapatos.El barro, que me sirve, me aconseja.Venía diciendo, malhumorado.Se detuvo a mi lado ajustándose los anteojos, echó un vistazo a los versosque copiaba y enarcó las cejas, complacido, al comprobar que no eran de Alarcón, ni de Góngora.Luego fue,con aquel paso cojitranco característico de sus pies torcidos los tenía así desde niño, lo que no le impedíaser hombre ágil y diestro espadachín , a sentarse a la mesa con el resto de sus contertulios.Allí echó mano ala jarra más próxima. Dame, no seas avaro, el divino licor de Baco claro le dijo a Juan Vicuña.Era éste, como dije, un antiguo sargento de caballos, muy fuerte y corpulento, que había perdido la manoderecha en Nieuport y vivía de su beneficio, consistente en una licencia para explotar un garito o pequeñacasa de juego.Vicuña le pasó una jarra de Valdemoro, y Don Francisco, aunque prefería el blanco deValdeiglesias, lo apuró de un trago, sin respirar. ¿Cómo va lo del memorial? se interesó Vicuña.Se secaba el poeta la boca con el dorso de la mano.Algunas gotas de vino le habían caído sobre la cruz deSantiago que llevaba bordada en el pecho de la ropilla negra. Creo dijo que Felipe el Grande se limpia el culo con él. No deja de ser un honor apuntó el Licenciado Calzas.Don Francisco metió mano a otra jarra. En todo caso hizo una pausa mientras bebía el honor es para su real culo.El papel era bueno, de a medioducado la resma.Y con mi mejor letra.Venía bastante atravesado, pues no eran buenos tiempos para él, ni para su prosa, ni para su poesía, ni parasus finanzas.Hacía sólo unas semanas que el Cuarto Felipe había tenido a bien levantar la orden, de prisiónprimero y luego de destierro, que pesaba sobre él desde la caída en desgracia, dos o tres años atrás, de suamigo y protector el duque de Osuna.Rehabilitado por fin, Don Francisco había podido regresar a Madrid;pero estaba ayuno de recursos monetarios, y el memorial que había dirigido al Rey solicitando la antiguapensión de cuatrocientos escudos que se le debía por sus servicios en Italia había llegado a ser espía enVenecia, fugitivo y con dos compañeros ejecutados sólo gozaba de la callada por respuesta.Aquello loenfurecía más, aguzaba su malhumor y su ingenio, que iban parejos, y contribuía a buscarle nuevosproblemas. Patientia lenietur Princeps lo consoló el Dómine Pérez.La paciencia aplaca al soberano. Pues a mi me aplaca una higa, reverendo padre.Miraba alrededor el jesuita con aire preocupado.Cada vez que uno de sus contertulios se metía enproblemas, al Dómine Pérez le tocaba avalarlo ante la autoridad, como hombre de iglesia que era.Inclusoabsolvía de vez en cuando a sus amigos sub conditione, sin que éstos se lo pidieran.A traición, decía elcapitán.Menos sinuoso que el común de los miembros de su Orden, el Dómine se creía a menudo en lahonrada obligación de moderar trifulcas.Era hombre vivido, buen teólogo, comprensivo con las flaquezashumanas, benévolo y apacible en extremo.Eso le hacía tener manga ancha con sus semejantes, y su iglesia seveía concurrida por mujeres que acudían a reconciliar pecados, atraídas por su fama de poco riguroso en eltribunal de la penitencia
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